miércoles, 27 de agosto de 2014

el espejo gótico, Sobre el arte de la nigromancia.

el espejo gótico, Sobre el arte de la nigromancia.
La nigromancia —sostiene Eliphas Levi— tiene por objetivo alienar la mente, turbar la conciencia y silenciar la razón.

Los grimorios no son libros inocentes. El crimen, el sacrilegio y el robo están precisados en ellos, o bien sobreentendidos como medio de realización en casi todos los rituales.

A pesar de ellos, uno de los requisitos esenciales para convertirse en un mago negro es la Fe; no ya de la fe en el infierno o en los demonios, sino de la fe en Jesús, ya que resulta absurdo profanar un culto si no se cree en él.

Extenderse en consideraciones sobre los orígenes de la nigromacia es una tarea vana y utópica. Nunca sabremos cómo eran realmente las antiguas ceremonias iniciáticas. Apenas conocemos algunos ritos, algunos misterios, y éstos parecen apenas juegos infantiles comparados con los excesos de la Edad Media.

A continuación daremos un repaso muy general e incompleto de lo que ha sobrevivido en la tradición oral y en los archivos de la Santa Inquisición.

La iglesia ha vestido a Satanás con un aura de realeza que no posee en los mitos bíblicos. Allí aparece como un personaje absolutamente secundario, en ocasiones querible, y en otras directamente despreciable. El verdadero Nigromante es heredero de esa antigua tradiciónque veia al diablo como una criatura sobrenatural que podía dominarse siguiendo los ritos adecuados.

Ya al final de la Edad Media comenzaron a circular los primeros mitos sobre el pacto satánico, en los que siempre hay cláusulas e incisos concretos: un don y un compromiso.

Esto hubiese sido incomprensible para los primeros nigromantes. Para ellos el demonio era un esclavo, un sirviente que no poseía riquezas materiales para otorgar, ni administraba reinos subterráneos o los secretos del corazón femenino. El demonio, para los nigromantes, es un paria, un exiliado.

Veamos un breve fragmento de Zahed donde se examinan los misterios de esta antigua tradición pagana:

—En el infierno, reino de la anarquía, es el número el que hace la ley, y el progreso se verifica en sentido inverso, es decir, que los más avanzados en el desarrollo satánico son los menos inteligentes y los más débiles. Así, una fatal ley impulsa a los demonios a descender cuando creen y desean subir. Aquellos que la iglesia llama "Monarcas" y "Señores del infierno", son los más impotentes y los más despreciados de todos.


Vemos entonces una clara diferencia entre la tradición católica y el paganismo.

Para el nigromante medieval, orgulloso y arrogante, sólo Dios se alza por encima de él. En cambio para la iglesia, el demonio es Señor en su reino, y muy capaz de influir en las cuestiones humanas.

Para el nigromante el infierno es un reino sin rey, una tierra anárquica que clama por un líder.

Allí, una multitud de réprobos y espíritus perversos tiembla ante la aparición del mago.

La tarea no es sencilla: el nigromante debe erigirse como jefe, como capitán, implacable y caprichoso, que no explica jamás las razones que sostienen sus órdenes y que siempre extiende el brazo para azotar a los que osan desobedecerlo.

Para los demonios, en cambio, la figura del nigromante es una sombra y un recuerdo de Dios, desfigurado por el alejamiento, grabado en la imaginación colectiva del infierno como un eco justiciero y un remordimiento del cual es imposible escapar.

En las llanuras de Argentina existe una interesante tradición popular que sostiene que eldemonio está arrepentido de su pelea con Dios, ocurrida en la noche de los tiempos. De hecho, no es raro que los encuentros con el demonio terminen en un pedido del propio Satanás, que a menudo solicita la intervención del hombre como negociador con Dios acerca de aquella vieja disputa, ya sin sentido.


Esta tradición popular tiene similitudes con algunas leyendas medievales, donde los demonios vagan por una soledad infinita, inabarcable, que sólo puede sentirse estando alejado de Dios.

En este deplorable estado de abandono, exiliados del abrigo divino, los demonios se convirtieron en juguetes de aquellos que se atreven a manipular los arcanos de la magia; sometidos a una voluntad tan humana como inflexible, esclavos de una temeridad y una audacia que solo pueden provenir de la locura, incluyéndose una y otra vez el mismo tedioso círculo de pecados.

Teniendo en cuenta este contexto, es perfectamente lógico que Satanás esté cansado de su situación.


La nigromancia, decíamos, es la ciencia de la locura.

Sus aspirantes profanaban tumbas, componían filtros con la grasa y la sangre de los cadáveres, mezclada con acónito, belladona y hongos. Cocían estos brebajes en fuegos alimentados por osamentas y crucifijos blasfemos. Con cenizas de hostias consagradas se frotaban las sienes, el pecho y las manos. Trazaban el pentáculo diabólico, evocaban a los muertos bajo las horcas o en los cementerios abandonados.

De lejos se oían sus alaridos, mientras los temerosos pobladores creían ver salir de la tierra legiones de fantasmas. Los propios árboles tomaban ante ellos figuras espectrales. Ojos de fuego brillaban en las encrucijadas, y los ecos de los pantanos y marismas parecían repetir las misteriosas letanías que brotaban de lo profundo de la espesura.

El sabbat y el aquelarre de los nigromantes era, en definitiva, una falsificación de la antigua fe pagana.

Asamblea de lunáticos y de idiotas, estos cenáculos no tenían ritos regulares, ya que todo dependía del capricho del jefe.

Los pocos que han asistido a ellas, y han tenido la suficiente voluntad para conservar su cordura, sólo balbuceaban ante las autoridades aquellas visiones de pesadilla, mezcla de realidades imposibles y de ensueños demoníacos.


Podemos suponer que quienes eran devotos de este tenebroso culto eran seres alienados. Podemos imaginar también que las visiones eran fruto de sus febriles brebajes. Pero nos resistimos a dudar de que creían en lo que veían, que para ellos un espectro o un fantasma era una manifestación más de la naturaleza; que el demonio era real, la misma iglesia lo proclamaba; que creían verlo, tocarlo, besarlo, adorarlo, aunque fuese mediante el sueño.


Estos hombres existieron, y acaso aún existen.

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